SALVADOR PLIEGO – POESÍA

Archive for the ‘Alas’ Category

Salí un día en la mañana
y no había cima, altura, cielo.
La cúspide era sombra,
y la sombra un tiempo en desvelo.
Pájaros del azul perdieron su perfección y galanura.
Aves de los riscos precipitaron sus colores al vacío.
Plumajes del atavío, de la decoración y del paisaje,
desordenaron sus telares y sus trinos.
Sólo el canto quedaba en el amor y la madera,
vestido de luminosidad, de viento,
de presagio y horizonte.

¡Oh pájaros del canto y del amor!
Salí un día, una mañana, con el corazón abierto,
y los petreles, los nostálgicos gorriones,
los canarios de ropaje amarillo,
las tórtolas que rondan las milongas,
revoloteaban en mi pecho.
Mi alma era un cielo de pájaros volando.
Mi cicatriz de hombre era una cima de plumajes picoteando.
Toda mi piel era un crepúsculo de silbos y cantores.

No tengo vocación sino de pájaro.
Y aunque el cielo se me cierre ante los ojos,
aunque la mirada no contemple sueño alguno,
mi corazón es un cormorán blanco y va en los vientos.
Todo el espacio es una estela hecha gorriones,
un vecindario de águilas y de pichones,
una parvada cincelando vida y substancia,
levadura aérea incorporándome a la cumbre,
donde el cielo brota, no de arriba, sino de mi alma y su alegría.

Salvador Pliego

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Supón que llevas una camisa de alas,
que escuchas la garganta del mundo en tus palmas,
que traes la cobija y flama de la lluvia en la memoria.

Supón que tienes nombre y una canción de calas,
que atraes con los ojos una mirada de agua
y escurres una gota que te habla sin palabras.

Supón que eres tú misma en un claro que me abarca.
Dijéramos que llevas las cuerdas de las nubes
y el vapor de las guitarras cuando las manos alzas.

Supón que entre tus alas los dos juntos cabemos
y esas dos alas pactan volar con las miradas,
y estando allá en la cima describen lo que se aman.

Pudiera ser que a un ángel las plumas le quitaran
y el vuelo se volviera un viaje
que extiende en su marcha soplidos impecables.

Serías un detalle, un copo antes de nieve,
un níspero en el aire al que acuden las calandrias,
de los que zarandean al viento y no requieren alas.

Salvador Pliego

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Crepitaciones de la poesía

XXIII
Mi gorrión

¡Ah, te vas!…
¡Pero volverás hecho un gazapo cadavérico
de horrendos huesos y carcomidas carnes,
cercenado de ti mismo y obtuso de fulgor y simpatía!

Dirás que es devoción la tuya.
Hablarás de fervor y frenesí al tiempo,
de tu predilección típica y singular como ninguna.
Te veré partir a lo más remoto
y al sinfín, garigoleando los entornos.

Pero cuando vuelvas,
te recibiré en mi mano,
a que poses tus patas en mi dedo
y me cuentes de tu vuelo hasta el cansancio.

Te escucharé absorto y encantado,
con la emoción silvestre de los sueños.
Entenderé tu trino como el soplo de un latido.
Y en un descuido, te pediré las alas
para ponerlas en mis hombros.
Y ascenderé a las cimas,
aletearé contigo…
abriré la boca para beberme el firmamento.

XXIV
Manantial de luces

En la matriz cabe la bóveda del universo.
Un molde de ojos dibujará
la cueva en que dormita,
y la vertical del cuerpo, toda vez encinta,
amamantará al óvulo como un sol que resucita
en su carrera hacia la vida.

Su madre le llamará: ¡mi niño!…
Ofrecerá su pecho, doblemente,
de las lunas de su dicha.
¡Mi niño!…
Y le acercará su boca
al manantial de besos y de aroma
que brota de su bruma.

Cuando el universo expanda,
llevará la leche en una apología.
Y en el estertor oscuro
sonreirá la luz conglomerada:
¡mi niño!… ¡mi niño!…
en un eco de estrellas engendradas,
mientras la madre susurra su ternura:
¡mi niño!…
en un manantial de luces
que nunca se termina.

Salvador Pliego

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Crepitaciones de la poesía

VIII
Alas de los versos

Subo sin límites, sin alas,
donde los bordes se doblegan,
donde las cimas empequeñecen
sus picos y vertientes,
más allá de la altura imprevisible
o los linderos que fabrican
con sus cercas las rutas ascendentes
hacia la absoluta libertad del tiempo,
hacia la sola salvedad de saberse uno mismo.

¡Oh cálamos del verso columpiándose
en las constelaciones multitudinarias,
o en los arcos puros de los navegantes seres
que el espacio desprendiera de sus inmortales soles!
¡Oh letras de los astros que destellan
para ofrendar la luz al vuelo
y a la semilla regalarle el éxtasis
de ver el fruto columpiándose en sus ramas!

Sigmas de las columnas
que con sus grafos heredaron
la sideral memoria
para perdurar entre mayúsculas
en los ancestrales alfabetos:
voy hacia las gredas
donde el viaje llama al aroma
o al aserrín desde su propia cueva,
donde el Coatzacoalcos florece
sus extensos brazos
para regalar piedras de quetzales y tapires.
Sobre el corazón que vuela
(ancha letra desprendida),
mi cabellera se hace lacia de veredas y andadores,
y se posa en las candelas de las coplas y sentinas.

Bordes de la mira
apuntalando al todo y a los claros,
como si el amarillo fuera su corazón
y su seducción volcánica,
o la misma oscuridad de la tierra
en la palpitación de sus veneros;
como si sus manos, colgadas de los cipreses y abismos
o de los pétalos nacidos de la divinidad
de los colores en sus marmóreos capullos agostados,
crecieran desde lo más hondo de la vida.
Díganme: ¿qué pájaro fui?,
¿qué parte del arbusto y de la greda?,
¿qué mímica de los sonidos?
¿qué número entre las sumas
que contaron la fragancia y la pureza?
¿qué hombre entre los hombres
y qué individuo fui entre ustedes?

No soy yo el poeta de las aves,
ni de los arrullos,
ni de las partículas de luna alumbrada,
ni de la flor que al pétalo le hablara
cuando en la superficie de los sueños ya volaba,
o navegaba en tantos mares,
o sobre la magnitud de piedras colosales.
Pero vengo a hacerme parte,
apuntando y anotando,
escribiendo los preclaros
en un telar de cien palabras,
de mil noches con su espuma abrazada,
de mil calandrias palpitadas,
de mil niños balbuceando.

Déjenme mostrarles:
éste es el corazón,
y voy sintiendo… y va volando…
hacia el mar, ¡lo sé!…
hacia la costa descubierta,
hacia la vida… escalando,
hacia la hechura de lo humano.
Voy a escribir el acero y el cobre ardiente
a que temple la herida de mi mano,
a apuntalar mi aorta con la viga
de un socavón que vio su joya
brotando de aquel barro,
de un ónix nuevo que, aún negro,
escuchóle palpitando.

Éste es el corazón…
Hacia el mar, ¡lo sé!…
como un poeta de agua y sal,
como un bergantín que azul se va,
como una aurora que en la cresta sale a pescar,
como un jazmín de anzuelo para versar.

¡Hacia el mar… hacia el mar!
¡Éste es el corazón!…
¡Lo sé!

Salvador Pliego

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Blancas dunas, blancas flautas,
la cuerda apretada y la herradura que arrastraba.

Blancas velas, blancas cerdas,
mantas blancas que el lomo le azoraban.
Sobre el cuello la luna le colgaba.
La brisa en la crin se le montaba.
Blancas noches y blancas las montañas,
y blancas las sombras que al correr
él siempre las saltaba.

La herida del sol iba en su lomo
y una cicatriz de cielo le arropaba.
¡Ay!, blancas cuerdas, blancas reatas,
la montura blanca y blanca la solana.

Al galope de la tierra sus aceros retumbaban.
Blanca senda llena de bengalas,
y más blanca la alborada que cruzaba.
A lo lejos sus alas le sangraban:
blanca sangre y blanca el agua que fraguaba,
y más blanca la estela que dejaba.

Aire del aire, que al aire le zumbaba.
Un corcel que relinchaba
y las alas, sin cuerpo, al sinfín se incorporaban.
¡Ay, las alas del corcel cuando planeaban!
¡Eran blancas, blancas, las alas hechizadas,
y la herida más blanca que la nada!

Blanca aura y blanca la cañada,
blanca pluma y blanca su cortada.
El sol ardiente que al lomo le sangraba
y sus alas, que un día, al moverlas,
se fueron sin volarlas.

¡Ay del corcel en tierra que sólo les miraba!
Blanca luna y blanca la herida en su mirada,
blanca la tristeza al sentir se le escapaban.
Y la sangre en sus pupilas porque no les alcanzaba.

Salvador Pliego

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Somos verbos, alas que arden,
la exacta ecuación maximizada,
las ansias del mar, su boca que tiembla emocionada;
somos el hierro y su certero respiro enardecido;
lava somos, fuego, los huesos que se encienden
escarchando en los cielos,
la luz que aluza su mechero.
Somos los retos hilarantes de los tiempos:
caudas de historias, olimpos en los cuerpos,
aves Fénix templándose y naciendo,
plumas rojas de fuertes picos esenciales.
Somos las aves del metal y de la holgura,
los hombres pájaros; seres míticos y entronados
y a la cúspide invitados.
Somos nosotros: la anchura de los truenos,
los rayos, los mástiles del viento,
titánicos seres de lo humano,
la fuerza de la lid y el combate victorioso,
el triunfo vital y las coronas del acero.
Somos las alas de cíclopes guerreros,
gigantes como el hombre
y atemperadas en los hombres con el fuego.
Somos la raza sonora de las águilas, los cóndores batiendo,
dioses emplumados, guardianes de los templos,
lanceros ancestrales y modernos, marciales plumíferos hechos de hierro,
furibundos portavoces del destino y los azares:
el hombre en el plumaje del acero.

Salvador Pliego

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América, ¿dónde estás?
¿Dónde es que graznabas?
¿En qué alas te emplumabas?
¿En qué orilla prenupcial te descornabas?

Estallabas bajo mis pies en cascarones,
bajo mis ojos en atávicos vestidos.
Crecías como orquídea en los destinos,
como la silueta del campo enaltecido.

Iba como un ranchero en la vereda de tus pueblos
y en las ramas de tus viñas,
degustando y mirándote, descubriendo el dormir de la madrugada,
acompañando a la lejanía, a la humedad cristalizada de la hierba.

¡Hola, América!
Y me empezaste a aullar, a ladrar, a croar, a roznar…
Era el lenguaje en su fundamento,
la fontana propia de la tierra.

¡Hola, América!
Donde pastabas, yo pisaba. Donde volabas, yo aleteaba.
Donde corrías martillaba yo mis poros en plena sintonía.

¡Hola, América!
Mapa de los osos negros y el venado,
territorio de culebras y escarabajos que a la tierra le cultivan
o le dan sus larvas para amarla;
De los carpinteros que suavizan la madera
con cinceles de grano y cereales,
o de los guacamayos furibundos en malezas,
o de las llamas típicas que se desnudan en la nieve y en la altura.
Miraba, también, toscos búhos del epicentro y de la noche,
buitres pardos o del color de la ceniza y vigilantes,
armadillos que en su coraza pintaron la roca y las turquesas,
aves destinadas a la pulcritud, a la memoria, a los deseos;
alpacas del sentimiento y de las playas,
jaguares que pintaron con sus garras los cuarteles piramidales de los hombres,
tapires articulados con la asilvestrada fauna,
opulentos búfalos y trovadores tucanes de los picos colosales.

Así me puse a platicar con ellos, en su propia lengua:
zumbando y ladrando,
hablando como mirlo y serpenteando,
berreando en la montaña y en el lago chapoteando;
alzando el bramido a lo alto, a la cúspide, al llano:
¡Hola, América! ¡Hola!

Fui testigo de sus bocas, de lo absoluto de su especie,
de sus manadas que cercaban cielo y fruto en la mirada,
de las jaurías o bandadas que eclipsaban cejas, iris y la espalda desvestida;
del manifiesto y la fuerza en que mugían o bellamente cacareaban.
Simplemente hablaban mi lengua y la escuchaban:
el idioma de mi sangre pajarera.

¡Hola, América! ¡Hola!
Recogí mis piernas, mis brazos, mi semblanza,
los puños, los dedos juntos, las uñas pintadas de monarcas jardineras,
los nudillos hebrados de patos y mi hebilla,
y con ellos me fui a la extensión universal,
al mundo natural de las palabras:
la armonía de las alas y el verso que le hablaba,
y emprendí la cacería del amor y su alegría.

Salvador Pliego

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Autor de todos los poemas: Salvador Pliego

Poemarios y cuentos

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