SALVADOR PLIEGO – POESÍA

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¡Oh!, si desde la cordillera
en que se teje nieve y cielo,
o el azul irrumpe, con su alambrada de viento,
con su portentoso manoteo de nube,
de incólume transparencia inagotable,
hacia las manos que son la tinta
y son el canto de cada pájaro
en su resonancia escrita,
en su fraguada expresión de la palabra,
como si fuese la cédula del ala
que imprime y copia el sol en cada pluma,
o deja en la letra su corazón hecho de madera,
su limpia creación de la mañana
y que es el oficio mismo del poeta.

Sometido a la letra,
a su singular belleza,
a la más recóndita melodía de la aurora,
que baja su rocío y lo despeña en la garganta
o en la flor pictográfica o en el pétalo mecanográfico
tan suavemente acentuado,
y donde se adscribe a la expresión de los violines,
para dejar en cada nota
la enarbolada pureza de la forma,
la innata enunciación de la escritura
hecha del polvo y de la greda,
de la voz de las aldeas
o del otoño escapándose al follaje,
a su destino, a la boca magnética de su madre tierra;
es donde emerge la fragancia del lenguaje.

Cada objeto es invitado.
Todo cuerpo es adherido:
desde la espuma iracunda hasta el océano;
desde la gravedad y la precipitación del cóndor o el jilguero;
desde la timidez con que se escapan
las sombras a lo eterno
y los colores se suman a la bruma.
El viento navega en la expresión de la intemperie
y toca al cielo mientras muere,
y luego la esperanza baja y se registra.
El alma pinta, es jardinera,
busca el motivo y manifiesta,
cuelga sus deseos y los viste,
para que todo sea azul en su atavío,
para que el ropaje brote en la marea
y declare de la lucha de la piedra por la arcilla,
o del misterio del azufre y del zafiro,
o de la cautelosa mirada de los granos
que se saben magia entre las manos.
Igual que el fruto, los versos unen
la dulce vestidura del sereno
y humedecen la energía desplegada.
Y solamente ellos
cantan al amor cual dos palomas,
uniendo a la noche y día
con los besos de la bruma.

Yo que abrí mis manos
a los galopes, a las vendimias de toda sílaba,
al eucalipto y a las corolas,
como un soldado que idolatraba
el aroma, el silencio de las espigas,
el canto del movimiento,
vine a buscar en la aventura del humo,
en la huella de las arenas,
en el golpeteo de las goteras,
la expresión singular
y manifiesta de la palabra,
y registré en mi pecho, al encontrarla,
el palpitar del verbo,
para adentrarme a un nuevo vuelo.

Salvador Pliego

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Un ángel viene y se arropa queriendo ser ruiseñor
y luego se cambia de alma queriendo ser el amor.
Por las mañanas el trino, como el color del limón,
pinta verdes naranjos, ciruelos para alcanfor,
y un ángel viene y le canta cual fuera su corazón.

Del cuerpo de los suspiros el pigmento abre su flor
por donde pasa aquel ángel queriendo ser ruiseñor.
Mírase en tono verde, igual de encendido amor:
“Ponme corolas de alas y plumas azul marrón.”
Y el ángel pasa risueño, intercalando color.

Supongo que hay maravillas, espacios en una flor,
donde las alas se aprestan a su primera lección,
y un ángel les mira fijo poniendo plena atención
a cada pluma que gira, a robarles gracia y rubor.

Por las mañanas dos alas se visten de ruiseñor
y un ángel que pasa se pinta franco el fervor,
con sus retoños de plumas aletean al nuevo amor
para que escojan colores las flores del corazón.

Salvador Pliego

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CREPITACIONES DE LA POESÍA

XXVI
Pájaro de la mañana

Sube el verderón a su aposento
y me subo a su ala recostado,
como si fuese una abubilla anaranjada
o un mochuelo cimarrón
que su libertad desespereza.

En los paisajes del ave que se entrega
me veo correspondido:
voy tocando sus miradas
de maquinistas de los cielos,
sus erguidas imágenes
que van comunicando sus quehaceres
de hemisferio y de corales,
sus atemperadas sílabas
que cabalgan permanentes
en los cantos de jazmines,
en los versos embriagantes
que las vocales van silbando
entre asonantes y pareados.

Soy todo perdiz, todo mirlo,
rabilargo de pico y sin tatuaje,
ruiseñor de uñas atrapado.
Y canto, no se a qué mañana,
a qué árbol redimiendo,
a qué posible vuelo
y en qué dirección perpetua.
Así la palabra existe
y se me va en el verso:
trinándola y tejiéndola,
asimilándola en silencio,
copiándola del bosque
o del centinela que rasgó la tierra
porque miró libres sus manos
y la vista liberó a los cielos.

¿Cómo decirles de la altura y la certeza,
de la madrugada que avista polen y cebada,
de los gritos de los mares a la tierra,
del pan que soplan los plumajes
y la geografía que llueve en las ventanas?

Profeso la vida y la madera
en que las aves sus nidos aposentan.
Vuelo al amor, a su cordial entrega,
a su extendido diploma de avecilla,
a su copete o cresta de gracia o enigma,
porque del amor se vuelan, hasta arriba,
mis ojos y mis manos,
como un jilguero
con su flautín de plata.

Salvador Pliego

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Crepitaciones de la poesía

XXIII
Mi gorrión

¡Ah, te vas!…
¡Pero volverás hecho un gazapo cadavérico
de horrendos huesos y carcomidas carnes,
cercenado de ti mismo y obtuso de fulgor y simpatía!

Dirás que es devoción la tuya.
Hablarás de fervor y frenesí al tiempo,
de tu predilección típica y singular como ninguna.
Te veré partir a lo más remoto
y al sinfín, garigoleando los entornos.

Pero cuando vuelvas,
te recibiré en mi mano,
a que poses tus patas en mi dedo
y me cuentes de tu vuelo hasta el cansancio.

Te escucharé absorto y encantado,
con la emoción silvestre de los sueños.
Entenderé tu trino como el soplo de un latido.
Y en un descuido, te pediré las alas
para ponerlas en mis hombros.
Y ascenderé a las cimas,
aletearé contigo…
abriré la boca para beberme el firmamento.

XXIV
Manantial de luces

En la matriz cabe la bóveda del universo.
Un molde de ojos dibujará
la cueva en que dormita,
y la vertical del cuerpo, toda vez encinta,
amamantará al óvulo como un sol que resucita
en su carrera hacia la vida.

Su madre le llamará: ¡mi niño!…
Ofrecerá su pecho, doblemente,
de las lunas de su dicha.
¡Mi niño!…
Y le acercará su boca
al manantial de besos y de aroma
que brota de su bruma.

Cuando el universo expanda,
llevará la leche en una apología.
Y en el estertor oscuro
sonreirá la luz conglomerada:
¡mi niño!… ¡mi niño!…
en un eco de estrellas engendradas,
mientras la madre susurra su ternura:
¡mi niño!…
en un manantial de luces
que nunca se termina.

Salvador Pliego

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Invítome, como otras tardes de inquieta felonía,
de aullidos dobles y agitaciones en los dedos,
a la frondosa avenida de la naturaleza:
a corretearla y coquetearla,
a incrustarle mis ojos de omnívoro místico,
a saber de ella y su pintoresco atuendo.

Sí, como otros tantos sis, y miles de ellos,
voy como un ave en pasarela
observando llanos y estepas,
gradas azules de riachuelos,
fosas abiertas que nunca han sucumbido
a la profundidad ni al miedo,
selvas aún incógnitas a la escarcha, al salitre, a la marea;
volcanes firmes que temblaron con su nieve endurecida,
campos de cereales que el mismo cereal les barbechaba.

Como si un fruto ardiera en mis ojos,
en sus mieles evidentes,
en su veta de azúcares, colores y verdores,
salgo a la geografía plenipotenciaria,
a su vasta carretera de ninfas y faisanes,
a conocer su zoología microscópica y de garras,
a describir su botánica de nísperos, nopales y cilantro,
a meditar en su mineralogía monolítica de aceros y carbones.

No me basto a mí mismo:
corredor de alondras, serpentero iracundo,
sembrador de tallos y cortezas,
minero incorregible,
aviador de las alas y de plumas fidedignas,
tejedor de selvas sin hilaza;
heme descifrando y abrazando cada planta,
cada híbrido o singular semblante,
cada anónimo o minúsculo arbusto que brota de repente,
como un bailador con su pareja que no le suelta ni le sienta.
Me rebusco entre tapires como un inmigrante invitado,
como un abejorro que es huésped en gigantes colmenares.
Y ahí devoro verde, azul, aires colosales,
el aroma virgen de los tules,
el abanico que descuelgan los líquenes y henequenes,
las garras sabias de ocelotes.

Desde mis ojos blancos, desde mis manos blancas,
como demente y loco abstraído por su encanto,
me involucré a sus manantiales,
a la greda arañándome las piernas,
al beso suelto del agua que acaricia,
a la gitana melancolía otoñal del ciervo.
Y logré que el tiempo, en su testamento,
me ofertara la palabra como guía,
y de su gala, las venas cardenales de la vida.
Ahí me anclé, en el tintero terrenal de la poesía,
haciéndome uno junto a ellos:
en sus ramas, sus astas, su clorofila, sus quilates.
Adherido como uno más a su paisaje
y compartiendo los espacios en la botonadura y mi camisa:
desde mis ojos blancos, desde mis iris blancos, todos blancos…
mirando su poesía.

Salvador Pliego

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A veces tendría ganas de extrañarte,
palpitarte en otro tiempo,
en otra cama,
hacerte nada y luego escarcha,
alquilar un palomar
a que buscara tu existencia,
inquirir por ti hasta en tu ausencia
-y digo ausencia porque nada se parece a ti
más que tú misma-,
dejar un sobre y letras convocando
a todo aquello que tocaste
o dejaste con señales de presencia.
Suelo así dormitar y evidenciarme,
pero luego me sorprendes al decirme: ¡besa!

Redescubro una vez más
esa delicia incontrolable
-y es que nadie o nada
se parece a ti misma,
ni siquiera esa parte tuya
que motiva y endulza mi saliva-,
digo entonces, que descubro en ti
razones ya extintas
que reviven en las mágicas caricias,
que involucran toda perspectiva
y se concretan en místicas sonrisas.

Asumo que no hay parecido
o algo que duplique lo que en ti es sorprendente,
y es que todo en ti es de mi agrado,
es un deleite cual me dieran un regalo
y ya supiera que se esconde en tu espalda
o tu boca, o fuera ese lunar que siempre me trastoca.
Luego insisto, que no hay nada o nadie
semejante a ti más que tú misma,
y eso te hace singular como ninguna.
Eres típica hasta en la forma que me tocas,
pues te vuelves sorpresiva y me alborotas.
Basta entonces mi mirada
y emerges dúctil en el roce y en mis palmas.

Adjudicas lo que es de ambos en tus manos
y obsequias tus portentos a las mías.
Y es que nadie tiene maravillas parecidas a ti misma,
porque no hay nada o nadie que asemeje tus primicias.
Será por eso que me gusta patentarte como mía
y guardo un poco de recelo por si alguien te duplica.

Me basta ese despertar de pájaros
cuando te escucho: ¡besa!
Y me vuelco a devorarte entera.

 

Salvador Pliego

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Cuadro53.jpg

Un día había que ser escarabajo;
el otro, la madre tierra.
Como sea, había que ser pájaro
y picotear, picotear, picotear.

Acaso fuese pájaro carpintero
o tucán-tilingo o arasarí acollarado.
¡No importa!, había que
picotear, picotear, picotear.

Nacer de la poesía y decir:
“Verde que te quiero verde”  *
y verde como la lechuga verse.
Había que picotear, picotear, picotear.
Como Hamlet en el verbo ser y con Gertrudis,
o Dulcinea en el yelmo del viejo caballero,
o Buendía y Amaranta resucitando a Úrsula
tras un closet lleno de elegías.

Había que picotear, picotear, picotear:
a la esperanza, al viejo centinela,
a la madre de las joyas,
al trueno de reliquias,
a la espiga almacenada,
a la arcilla fosfatada y siempre refractaria.

Donde gustes, poeta, donde encuentres:
había que picotear, picotear, picotear;
bajar la nube a las yemas,
hacerla vino y derramarla,
convertirla en flora acalorada,
lloverla a que reviente la fontana.

Había que picotear, poeta,
picotear, picotear, la madre tierra picotearla,
y ser su ave, su pluma dilatada,
su desliz uniforme y esponjado,
su vuelo apaisado y prolongado,
su mira nunca interrumpida,
su objetivo suave, acantonado,
su verso único e impecable.
Y picotear, picotear, picotear,
poeta, picotear la tierra y su palabra:
ser poeta del racimo,
ser el zumo agradecido,
ser extracto enriquecido,
y en el verso:
picotear, picotear, picotear…  siempre picotear…
poeta: siempre picotear.

* El verso señalado es de Federico García Lorca: Romance sonámbulo.

El poema es de Salvador Pliego.

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Autor de todos los poemas: Salvador Pliego

Poemarios y cuentos

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Biografía inconclusa

Un día de flores

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