SALVADOR PLIEGO – POESÍA

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Sin otra indumentaria sino su traje verde,
su música algarrobada por las semillas,
su bergantín de azul color que va nadando entre arrozales,
entre las ramas del sol, en los nidos de las cortezas y del agua,
de las tornasoles guacamayas que pintan y decoran
la cautiva resistencia de las hiervas
cuando danzan al paso de la luz,
y cual gotas golpean dulcemente el canto de sirenas
-parecen alhelíes o sonajas,
parecen pequeñas diamantinas que se adhieren
cual hilazas a las formas del paisaje-;
va el flautín, la madera de guitarras,
el oboe en las yemas de la espora,
el sur del cielo y el norte de la greda,
hacia la bruma de la mano del poeta,
para extraer con la fresca tinta de su pluma
la salutación de la mañana
y la flor abierta que, con la humedad de su melena,
acaricia la sonrisa generosa de la vaina.

Salvador Pliego

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(Desayuno en el jardín de Monet)

LAS CUATRO ESTACIONES

I
Primavera

Ésta es la piedra vestida de harapos
y nudillos para que nacieras.

¿Sobre qué embrujo de aves y maíces,
encima de qué hilazas y desvelos,
arriba de qué héroes y qué vestigios,
o de qué ruinas de silencio halladas en la noche
te ungiste de pólvora con huesos y poros de estallidos?

No hubo eslabón antes de ti, ni torres, ni refugios.
Lo que el hombre al hombre dio fue su primavera,
en un tobogán de piel, aire y huesos;
con un sabor de enhiesta bienvenida.

Entonces, amartíllale su sed, su corazón de humano,
su ventrículo arrepentido, su costado investido
por la helada en la ternura.

Desde las raíces, como una gota que al vapor
hace temblar su hora diaria, su diurna madrugada,
arribaste a las cadenas más simples y egregias;
no sin el permiso de los golpes,
no sin la desnudez de los desprecios.

¡Aquí estoy!, dijiste,
ya golpeando al nuevo tiempo,
ya saldando a la intemperie
y a la tierra con tus venas.

¡Aquí estamos!… Yo, Martínez; yo, Altagracia;
yo, María; yo, Epifanio; yo, Alicia; yo, Leónidas;
llenos de vítores y aplausos,
copados de nuevas azucenas,
vestidos de originales hilazas;
con las manos abiertas
tocando lo que no pudieron las nubes juntas,
ni alcanzaron las alas en su agreste ruta,
o mirara, estática, desde su eterna heladera,
la cúspide volcánica extinta.

¡Todos al combate!…

Aquí estamos hechos polvo, hechos viento,
hechos cera por la tierra:
ojos negros de campanas,
manos tibias e invasoras,
piernas de hojas con sus lanzas,
pies descalzos de murallas,
bocas fuertes de cactáceas.
¡Aquí estamos sin banderas!

¡Todos a la marcha!

¡Todos a la pluma!

¡Todos a la vida!

II
Verano

De unas tenazas arrancaron huellas, chairas,
puntas, direcciones; y les llamaron manos.

De los sollozos cortaron arcos, soportes,
sostenes, pilastras; y les llamaron hombros.

De los destinos extrajeron travesías, itinerarios,
rumbos, derroteros; y les llamaron pies.

De los torrentes sacaron acceso, figura,
molde, matriz, armazón; y le llamaron tronco.

Del soslayo obtuvieron iris, mirada, reflexiones,
carácter, expresiones; y les llamaron ojos…
después, el rostro.

Y cuando el pulso, en pleno albedrío,
vació su ángel de piedra y yugo,
se fue al ente para decirle:
“Eres latido.”
Y le produjo el pecho, frágil, como un suspiro.
Y le nombraron: Hombre, el Dios del sino.

Salvador Pliego

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Mas, así, de aquella uva fértil,
de las alpacas en su abrigo de soplos y algodones
-féminas del monte y de bondades-,
o los nítidos cantantes brinca ramas que en el confín se escabullen,
como las crisálidas que a dientes de mar y arena
se devuelven al capullo
para hilar con suspiros y con césped las alas de la primavera;
así el polen a la rosa se presenta,
y en su baile de aire y danzarina
deja los colores en las cimas de cristales.

Dejen les platico de ella:
No hay flor en flor sino sus ojos de gardenia.
Donde ella existe: pan y vida es goce,
y la fuente un manantial transparente cuando bulle.
Al candil del mar y de las olas su torso en bruma esparce
y una sábana de espuma le cobija por la tarde.

La flor emerge del cristal y de la noche,
y al mar se abre buscando
para descubrirse azul mientras la resaca le contempla.
Y ella, ya en la arena, abre su boca
para ir soplando primaveras.

Salvador Pliego

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