SALVADOR PLIEGO – POESÍA

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Salvador Pliego

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Páginas de la muerte

Poema II
Madre, un martes me duele…

Acuéstame, Madre. Iré contando claveles que nunca se acaben.
Un nudo de años me cubre la frente.
Los nuevos que vienen, ya viejos, embisten
y son tan pequeños que solitarios resienten.

Acuéstame, Madre. Para que duerma, ¡qué hambre me viene!,
y qué hambre de tiempo volver a mecerme.
Aún se moja mi cama y el lienzo al moverme. ¡No riñas por eso, Madre!
A veces me encharco y me empotra la oquedad que me llueve
y la amargura me dice que vive y se viene.
No lloro… pero despeña el arrojo en que embiste
y los ojos se vuelven al cielo intentando asirse…
Madre, los ojos son máscaras duras que crispan y se hunden
dejando canales de pena en el alma:
imborrables, y a veces salvajes.
¡Me pueden los ojos!

Más allá encuentro un juguete,
un roto y viejo juguete.
¿Será aquel triciclo, subiendo, de niño, hacia el monte?
Es un viejo y rajado cacharro,
como aquellos dados de lodo y de barro
pintados con cardas de mano;
como aquellos cartones de ruedas marcados
arrastrando en secreto las uñas y sujetos al polvo.
Madre, ¡me pueden las dudas
y las respuestas que no fueron mías,
y las palabras sin boca o sin ser extraídas!
¡Cuántos juguetes se agolpan de frente en la vista
y se enfilan en dura caída
porque están rotos de años y rotos de vida!
Madre, ¡me duele el juguete y me sangra su herida,
y el polvo en la uña y la rueda torcida,
y cada maniobra que embiste y musita!
Entonces, dime, ¿a dónde la vista?
Parece la vida el mismo sudario que extiende su manta
y te cubre en una sola medida sin tapar toda herida.
Madre, ¿será ese madero que me respira llamando?
¡Me pueden las uñas y el rostro encorvado!

Como por las tardes que miro a la gente,
¡tú sabes de esas argucias!,
le digo y oferto mi nombre al primero que veo
y luego, ya puesto, le rezo y me duermo.
Madre, ¡qué sed la que siento!
¡Y siento el madero en la llaga y al sepulturero!
Me pueden las ganas
y donde hay un leño me acuesto y me duermo.
¡Y es sed la que siento!
Para ir a dormir no tengo madero,
no tengo los huesos ni al sepulturero,
ni cruz que apunte y mire al sepelio.
¡Madre, siento la llaga punzando
y el muslo en la cima sobre un viejo tablero!
¡Qué sed la que siento y qué sed la que entierro!
¡Me pueden los sueños del viejo madero!
¡Acuéstame, Madre, acuéstame ahora!
¡Me pueden las ganas del clavo,
y el llanto del clavo por punzarse en la mano,
y el pico gastado por ser martillado,
y el clavo dolido y atravesado!
¡Madre, no duermo por ello
y no duerme el madero!
¡Acuéstame, Madre, que me siento aterrado
y no sé en qué parte del codo,
o del hombro, o del alma me duele ese clavo!
¡Qué sed la que siento!
Madre… ¡qué sed la del clavo
y qué sed de calvario!
¡Qué sed la que escurre por la espina y la mano
y la del cuerpo que brota de tanto clavarlo!
¡Acuéstame pronto que tardo soñando
y luego me viene un charco del alma mojando!
¡Acuéstame, Madre!…

Cuando salgas, cierra la puerta,
seguiré contando claveles con todos los dedos,
con todos los años,
con todas las eras de siglos y manos.

Salvador Pliego

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A veces duele…
Como una daga que con saña se hunde
y carcome en alaridos el alma y la derrama.
Luego la mirada: busca su cruz, su fe… y no les halla.

Es como una losa en el pecho cargada
donde el llanto desgarra en mármol blanco
las horrendas sílabas de angustia ahogadas.
A veces duele… ¡Y cómo duele!…

Hay lágrimas de miedo que atenazan
campanadas tan brutales que trituran sus sonidos
en frontales choques y plañen en profundo desconsuelo.

A veces duele la soledad.
Tal vez los sueños se empotren
como cicatrices frágiles
que lentamente escapan y en memorias sangran,
y los recuerdos son esas lápidas negras
que abren esquelas de tiempo sin cerrarlas.
A veces duele el amor que no halla.
¡Y cómo duele!…

El alma busca su paño y hombro en los resquicios
donde sólo el lagrimal le inspira y gime.
Y aún así, a veces no responde… ¡Y cómo duele!

Salvador Pliego

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