SALVADOR PLIEGO – POESÍA

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Solamente yo,
que me acaparo a mí mismo en la sinrazón,
en la voluntad inmaterial del pájaro,
en la otrora concepción de la odisea,
pienso de mí, redimo mi voluntad,
y me escapo hacia la amalgamada hermosura del pensamiento puro,
a la sincronía de los silencios,
a la voluntad etérea e insospechada de las náuticas gaviotas,
a la sensación de la lluvia cuando atrae el polen
y colectiviza la ternura en el trigo
o en las minas que donan sus joyas a la tierra,
para que brillen noctámbulas en cielos por demás indefinidos.

Aprendiz de la palabra, jardinero, con vocación de júbilo
y de diversión en mis adentros,
comulgo del violeta su color de luz y de gladiola,
el libro que nace de la leche, del azúcar,
del manjar ávido de vino y besos,
y es la clerical obra de los mares.

Busco en la nomenclatura de la sílaba
el ave de tres alas, los cascos cimarrones de unicornios,
las letras forjadas en la arena
donde las pupilas de un buque, por la brisa, encallaron.

Busco el corazón del día en la palabra,
que es capitán astral y de mareas,
el litoral encarcelado por la niebla,
las osas mayores que son liras cautivas de los iris
y dejan su destello enroscándose en montañas,
en el atavío o poderío de la azucena.

Solamente yo, aprendiz, desde mi alma, desde mi estación de greda,
en la periferia ovoidea de mis ojos, en los fantasmas rojos de mi boca,
siendo nada, o hijo de los lagos, o sobrino antiguo de la música,
o desde los carrizos pintados con jaibas y corales,
o desde las ballenas que llevan el agua hasta la luna
con sus azules cantos de adiós y bienvenidas,
requiero de las hojas y su tacto,
de la oceánica burbuja de un racimo,
para hacer de la palabra, al menos,
el clavicordio entonado que canta suavemente a la estrella,
dulcemente a la mañana,
y ser un soñador, jilguero nuevo,
pájaro principiante, cóndor primerizo;
y en el testimonio de mi voz deshilachada,
ser el aprendiz, ufano, del sentimiento navegante que vive en la palabra.

Salvador Pliego

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Vendrán del viento o dibujadas.
De Elfos o Hadas brotarán y dirán que un nicho azul
con lienzo las resguarda.
Vestirán al corazón con un cálamo que en vez de tinta
tenga ocas y curta soplos con latidos de magnolias.
¡Qué verso tan lindo así escuchara!

¡Cosmopolitas!, dirán al conjugarlas,
y en la boca saltarán cual magníficas orquestas.
En la acera blandirán, como guerreras, su tilde inconfundible:
¡iré, seré y moriré por ellas!
¡Qué verso cantaría si así yo las tuviera!

Alberti, Neruda, se alzarían sobre la tumba
y al verbo le darían una espada, un cielo, una diana,
que aprenda, interrogando, a pronunciarlas.
¡Qué verso insigne le armarían!

Dulcinea también se graduaría de estafeta
con sobresdrújulas, agudas y una que otra sílaba
trasantepenúltima que a su Hidalgo escribiría.
¡Qué verso digno iría por esa vida!

Letrados, Generales de palabras,
Doctores del vocablo que llevan la voz junto a las yemas
y levantan esos puños cual sonoras directrices:
¡Qué verso el suyo que nace de riberas!
¡Qué verso el canto que brota de sus plumas!

¡Iré a la mar…
iré a cantarle a la palabra!
Un verso solo, un verso que cante a la hondonada
y lleve letras de estatuto y de proclama.
¡Qué verso el mío si un día lo escribiera!

Iré a la mar…
Iré a la mar a buscar esa palabra.
Iré a la bruma a sacarle su sonata,
roja siempre y verde enamorada,
azul de estela y en la punta de la lengua.
Iré a la mar…

¡Qué verso el mío si un día lo escribiera!

Salvador Pliego

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Te llaman “Oro negro” por tus ojos,
que obsequian mocedad de mágicos presentes
y aclaran la estancia que el instante me reclama.

Te llaman “Picaflor” por tus labios en granate,
que al aire lo sostienen tan sólo con rozarle.

Te nombran “Miramar” por tu oleaje impredecible,
que rompe en tu cadera y retumba en el estiaje.

Te nombro: “Mi morada”,
la voluntad que a mí me aclara,
y que es rotunda por palabra,
completa y obstinada.

Te llamo: “Amor”… ¡Es lo que pasa!
Y sucede entonces
que mi corazón, igual, así te llama.

Salvador Pliego

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Debe haber alguna forma de palparla:
un silencio en un recuadro,
un suspiro cual extinto mirar a lo infinito,
un deseo taciturno recorriendo sueños
o laminándose en las caretas de los teatros,
o simplemente en la silueta marmórea de un Rodin.

Debe ser como el rastro de lo antiguo
en el más moderno artificio:
cigüeñal de un pensamiento, tesitura de una efigie.

Remontarla algún día: de los ojos a la alcoba,
de la alcoba a la alborada,
y de ésta a la sonrisa;
darle forma…
forma de palabra.
Aun así, ¿qué alas le vería?

Me dijo: “Soy mujer, ven a mí.”
Y el silencio fue mi voz.

Dijo ella: “Ven a mí que soy perdiz,
aluviones de colores, emperatriz de ruiseñores.”
Y el sigilo fue mi voz.

Insistió: “Vente a mí, que soy la vid
y el olor dulce que emana en su sabor:
el delirio pertinaz de excitación.”

Y ya embriagado,
de su vientre me prendí.
Le di un verbo: flor.
Y la escribí.

Salvador Pliego

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¡Oh!, si desde la cordillera
en que se teje nieve y cielo,
o el azul irrumpe, con su alambrada de viento,
con su portentoso manoteo de nube,
de incólume transparencia inagotable,
hacia las manos que son la tinta
y son el canto de cada pájaro
en su resonancia escrita,
en su fraguada expresión de la palabra,
como si fuese la cédula del ala
que imprime y copia el sol en cada pluma,
o deja en la letra su corazón hecho de madera,
su limpia creación de la mañana
y que es el oficio mismo del poeta.

Sometido a la letra,
a su singular belleza,
a la más recóndita melodía de la aurora,
que baja su rocío y lo despeña en la garganta
o en la flor pictográfica o en el pétalo mecanográfico
tan suavemente acentuado,
y donde se adscribe a la expresión de los violines,
para dejar en cada nota
la enarbolada pureza de la forma,
la innata enunciación de la escritura
hecha del polvo y de la greda,
de la voz de las aldeas
o del otoño escapándose al follaje,
a su destino, a la boca magnética de su madre tierra;
es donde emerge la fragancia del lenguaje.

Cada objeto es invitado.
Todo cuerpo es adherido:
desde la espuma iracunda hasta el océano;
desde la gravedad y la precipitación del cóndor o el jilguero;
desde la timidez con que se escapan
las sombras a lo eterno
y los colores se suman a la bruma.
El viento navega en la expresión de la intemperie
y toca al cielo mientras muere,
y luego la esperanza baja y se registra.
El alma pinta, es jardinera,
busca el motivo y manifiesta,
cuelga sus deseos y los viste,
para que todo sea azul en su atavío,
para que el ropaje brote en la marea
y declare de la lucha de la piedra por la arcilla,
o del misterio del azufre y del zafiro,
o de la cautelosa mirada de los granos
que se saben magia entre las manos.
Igual que el fruto, los versos unen
la dulce vestidura del sereno
y humedecen la energía desplegada.
Y solamente ellos
cantan al amor cual dos palomas,
uniendo a la noche y día
con los besos de la bruma.

Yo que abrí mis manos
a los galopes, a las vendimias de toda sílaba,
al eucalipto y a las corolas,
como un soldado que idolatraba
el aroma, el silencio de las espigas,
el canto del movimiento,
vine a buscar en la aventura del humo,
en la huella de las arenas,
en el golpeteo de las goteras,
la expresión singular
y manifiesta de la palabra,
y registré en mi pecho, al encontrarla,
el palpitar del verbo,
para adentrarme a un nuevo vuelo.

Salvador Pliego

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¡No me habréis de callar!

Desde mis dedos de masa que desemperezan
y al rito vuelven en su movimiento
de boca tibia, de boca y pulso,
de hierro y mueca que se abre a la garganta
y salpica con sus letras a los salmos;
desde las guturales obras
estelares y de siglos
que hablaron por los labios,
que bramaron tempestades
de nombres y vestigios:
¡No me habréis de callar ya nunca!

Alba de fuego y fuego somos,
como el alba afilada,
donde se arden las manos en las sedas de los vientos,
donde crepitan ardientes cual antorchas de insurrectos,
como madrugadas de la Europa abrazada
o de la América tirando de la rosa
para iluminarla día a día y en todo mediodía,
como del África de arena y Nilo
que en Keops se baña y santigua o santifica;
así vi prender el fuego,
el alba fuego y el alba afilada:
la voz de Pedro y María
-María Antorcha y María Cordillera-;
armas de fuego aquí en los dientes
y en los dientes el fuego mas ardiente.

¡No me habréis de callar ya nunca!

¡Arded, poemas, como el Cairo!… ¡Arded!
Levantadse libres, sin pesares.
Volad como los sables sublevados,
como el acero amurallado
que en las piedras fue forjado
y en la historia su cuchilla alzó
para afilar los rostros,
los iris enclavados,
las pupilas de flores ya sangrando.

¡Arded, poemas!…
¡No habréis de callar ya nunca!
Porque nunca como el fuego
y siempre estando ardiendo en pleno.
Alzad los candelabros, las mechas y fanales,
a los hechos y a los signos hoy diseminados.
Arded en hierro, en papiros, en aceros.
Salid de los abuelos,
de los músicos del tiempo,
de las cítaras que hablaron
en las bocas de lo humano
y dejaron notas prendidas
a cada uno en los costados.

¡Yo tengo la palabra!
¡Arded, poemas, arded!…
¡Hacedla braza y fuego
en un salmo de hoguera derramada!
¡Que arda gimiendo cada letra,
cada pluma escrita o desgarrada,
cada hueso de fémur no encontrado!

¡Salid, buscad prendiendo la palabra!

¡No me habréis de callar ya nunca!

¡Salid!…

¡Yo tengo la palabra!

Salvador Pliego

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